Mi padre murió hace un año. No creo en esa teoría según la cual nos convertimos en
verdaderos adultos cuando mueren nuestros padres; nadie llega a ser nunca un verdadero
adulto.
Delante del ataúd del viejo, me vinieron a la cabeza ideas desagradables. El muy cabrón
había disfrutado de la vida; se las había apañado de puta madre. «Tuviste críos, imbécil...»,
me dije con mucho ardor. «Metiste esa gran polla en el coño de mi madre.» En fin, yo estaba
un poco tenso, no lo dudo; a uno no se le muere alguien de la familia todos los días. Me había
negado a ver el cadáver. Tengo cuarenta años, y ya he visto algunos cadáveres; ahora prefiero
evitarlo. Por eso nunca he comprado un animal doméstico.
Tampoco me he casado. He tenido la oportunidad, varias veces; pero siempre he rehusado.
Sin embargo, me gustan las mujeres. Me arrepiento un poco del celibato de mi vida. Me
molesta en vacaciones, sobre todo. La gente desconfía de los hombres que a partir de cierta
edad se van solos de vacaciones; creen que son muy egoístas y probablemente un poco
viciosos; no puedo decir que se equivoquen.
Después del entierro, volví a la casa donde mi padre había vivido sus últimos años. Habían
descubierto el cuerpo una semana antes. Ya se había acumulado un poco de polvo en los
muebles y en los rincones de las habitaciones; vi una telaraña en el vano de una ventana. Así
que el tiempo, la entropía y todas esas cosas se estaban apoderando del lugar. El frigorífico
estaba vacío. En los armarios de la cocina había, sobre todo, bandejas individuales de comida
preparada Weight Watchers, frascos de proteínas aromatizadas, barritas energéticas.
Deambulé por las habitaciones de la planta baja mordisqueando una galleta de magnesio. Hice
un poco de bicicleta estática en el cuarto de la caldera. A sus setenta años cumplidos, mi padre
estaba en una forma física muy superior a la mía. Hacía una hora de gimnasia intensiva todos
los días, varios largos de piscina dos veces por semana. Los fines de semana jugaba al tenis y
hacía ciclismo con gente de su edad; me encontré con algunos de sus compañeros en el
tanatorio.
«¡Tiraba de todos los demás!...», exclamó un ginecólogo. «Tenía diez años más que nosotros,
y en una cuesta de dos kilómetros nos sacaba un minuto de ventaja.» Padre, padre, me dije yo,
qué grande era tu vanidad. En el ángulo izquierdo de mi campo de visión veía un banco de
ejercicios y unas pesas.
Imaginé rápidamente a un cretino en pantalones cortos —con la cara arrugada, aunque por lo
demás muy parecida a la mía— hinchando los pectorales con una energía sin esperanza.
Padre, me dije, padre, construiste tu casa sobre arena. Seguía pedaleando, pero empezaba a
quedarme sin aliento y los muslos me dolían un poco; sin embargo, sólo estaba en el nivel 1.
Mientras repasaba la ceremonia en mi cabeza, era consciente de haber causado una excelente
impresión general.
Siempre voy perfectamente afeitado, tengo los hombros estrechos; a eso de los treinta
empecé a tener un problema de calvicie y entonces decidí cortarme el pelo muy corto.
Normalmente llevo trajes grises, corbatas discretas, y no tengo un aspecto muy alegre. Con mi
pelo a cepillo, mis gafas delgadas y mi cara enfurruñada, inclinando ligeramente la cabeza
para escuchar un mix de cantos funerarios cristianos, me sentía muy cómodo en aquella
situación; mucho más que en una boda, por ejemplo. Decididamente, lo mío eran los
entierros.
Extracto de Plataforma, de Michel Houellebecq
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